Querida encina, tú que eres árbol entenderás esta historia que te traigo hoy viernes:
La rama del almendro
(O los ramalazos de la condición
humana)
De camino a la acequia se puede pasar
por el centro del pueblo, por caminos de tierra con yerbajos o por delante de
las pocas casas que quedan de los hortelanos. Casi todos están jubilados, los
veo allí cavando el pequeño huerto que mantienen por inercia junto al jardín.
Me asomo a la verja, les digo buenos días y sigo mi ruta. Los hortelanos son
buena gente, muy desprendidos y campechanos.
Algunas ramas de sus árboles frutales
se salen del huerto, sobrepasan las cabezas de los que pasamos por allí y nos
ponen ricas frutas por delante de las narices. No hay placer más sabroso,
pecado venial más común, que coger de un árbol ajeno una pieza madura aunque
lleve bicho dentro.
Un día me di cuenta de que la rama
que sobresalía estaba al alcance de mi mano y cargada de almendras amargas, todavía
verdes. Cada día que pasaba, la rama se
combaba más y un día, sin que nadie me viera, cogí tres almendritas y me las
traje a casa. Las escaché en la encimera de la cocina con la piedra redonda de
lava negra que me trajeron del volcán canario y me las comí con el regocijo de
los pájaros glotones.
Al día siguiente había cuatro
almendras en el suelo. Las recogí, ya sin el pesar del pecado y me las llevé a
la cocina. Así poco a poco hice un montoncito para la salsa de un pollo. Era un
aliciente pasar por aquella casa.
Una de esas mañanas estaba el
hortelano cavando y le dije:
-“Qué ricas almendras tiene usted.
Como esta rama se sale me he atrevido a cogerle algunas…”
-“Coge las que quieras, maja. Todos
los años acaban por esbaratarse. Ya les digo a los chicos, pero aquí nadie
quiere almendras.”
-“Ah pues muchas gracias” –contesté-
y seguí andando.
Decidí que en ese caso, ya que nadie
quería las almendras y rodaban por el suelo, llevaría una bolsita pequeña para
recoger al menos las que se habían caído. Busqué una cesta que tenía por ahí
guardada, la puse en la mesa de la cocina y me fui tan contenta a por mi
cosecha de almendras.
Pero cuando llegué a mi destino alguien
había cogido todas las almendras de la rama saliente. En el suelo quedaban unas
pocas. No las quise. De repente dejaron
de interesarme las almendras. Me asomé a
la verja para preguntarle al hombre qué había pasado y no vi a nadie. En las
caminatas posteriores lo vi algunos días cavando, con el culo vuelto, y decidí
que yo me había enfadado con él, por tanto no volví a decirle buenos días.
Hace poco he vuelto a pasar por allí. Estaba dispuesta a venirme a buenas, pero ya no hay
remedio: ha cortado la rama saliente.
Gloria Rivas Muriel, mayo 2014